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sábado, 4 de agosto de 2012

Relatos de amor: Carta de despedida


Esperaba con mi pequeña que llegara su transporte. Yo sostenía su lonchera con dos rebanadas de pan sándwich relleno con jamón y queso, un cuarto de litro de jugo de naranja y un par de galletas hechas en casa. Nunca pensé que ese recuerdo estaría en mi mente este día, cuando las gotas de un suero sincronizan perfectamente como un segundero la llegada de mi muerte.

¡Cuánto la cuidé! 

Pero es tonto pretender que porque cuidemos algo durará para siempre o por lo menos, el tiempo suficiente para que, eventualmente, nos adaptemos a la idea de que no estará más. 

Nunca pensé que me iría tan pronto. 

Aunque mi vida ya estaba hecha, mi hija crecida y casada. Mi hijo casado y con hijos… Sí, mis nietos. Nunca quise irme sin verlos crecer.

Sí. Si tan sólo me hubiera dado cuenta que mi vida cambiaba. Si no me hubiera aferrado al dolor, tal vez…

Si hubiera pensado en que llegaría este momento, en que realmente no pueden ayudarme. Hubiera buscado ayudarme a mí misma.

En este miserable momento que tengo tantas lecciones que aprender y enseñar. Esta infortunada hora que los veo desde el silencio del inconsciente manejar como pueden mi partida.

¿Por qué fui tan arrogante de asumir, que era una excepción del destino y que mi hora sería pospuesta? ¡Oh hija mía! ¡Oh hijo mío! Cuánta tristeza siento de no poderles decir: Te amo.

Tres segundos más y ya no siento el pulso. 
Ya no estoy en mi cuerpo. 
Quiero vencer la oscuridad y poderles explicar que no se aferren al dolor...

Que el ego es un estorbo en el camino y que la prosperidad no es tener el poder de comprar lo que uno desea, sino la capacidad de aceptar que tenemos limitaciones...

Que nos equivocamos y que podemos elegir seguir creciendo sin torturarnos, trabajando para disfrutar lo que tenemos; en lugar de trabajar, para sufrir lo que no tenemos.  

Decirles; que vivimos en prisiones si obedecemos a otros y que el único guardián de su libertad es el amor; ese que no daña, ese que no hiere, ese que está, ese que fluye, ese que crece y nos une sin  fronteras de espacio o tiempo. Ese que trasciende y se vuelve carne, sangre y hueso en cada bebé que nace. Y se vuelve infinito con cada madre que muere.


Los amo. Desde el infinito me inclino ante Dios y me entrego a su misericordia

martes, 17 de julio de 2012

Relatos de amor: Las ventanas del alma


 Como cualquier otro día caminaba por el boulevard hacia la parada del autobús. Cuando por primera vez, realmente la vi.

Sí, a esa niña que todos los días vendía dulces, cigarrillos y chucherías en la esquina. Debajo del gran árbol de lara. Por primera vez realmente la vi; no preguntándome dónde están sus padres, no criticando las políticas gubernamentales que permiten que infantes vendan en la calle mientras luchan por gestionar recursos a través de su ideología; no.

Por primera vez, vi que sus ojos tenían más que cansancio por el sol que soportan todo el día. Eran dos fuentes que están tan tristes que se quedaron sin lágrimas; lágrimas que no eran de tristeza sino de dolor. Dolor que era físico en la superficie, pero profundamente emocional. El dolor del abandono mezclado con la tristeza del cansancio.

-         - ¿Conoces la tristeza del cansancio?

Y en ese momento me di cuenta. No importa si conozco o no la razón de su dolor. Lo que importa es si realmente puedo hacer algo para aliviar su carga. Comprando una chuchería sólo alimentaría su realidad: la prisión del vender para subsistir. ¿Cómo podría regalarle algo que nutra su corazón entristecido? Un detalle que nutriera la semilla de la magia en su interior, la fuerza que ya se extinguía en su piel tiznada adornada de un cabello oscuro y maltratado.

Miré el reloj frente a mí. El reloj de arena de un local indio de la  ciudad que se voltea cada hora; con arena fucsia para publicitar el restaurant. Entonces entendí que la erosión que el tiempo había hecho en ella, haciéndola un desierto, debía día a día regarla para que la alegría pudiera florecer. Así comencé a cuidar de esa pequeña flor de unas diecisiete vueltas alrededor del sol.

El primer día le compré un chocolate y se lo obsequié. Manifestó duda, pero le dije:
-     -     Hoy le prometí a mi hija hacer algo lindo.

Lo tomó con precaución y no lo consumió al instante. Esperó que llegara su hermano quien vendía flores en el semáforo cercano para compartirlo. Al segundo día, le llevé un jugo, con la excusa de que me sobraba. Al tercer día, le envié de forma anónima una grulla de origami.

Ni siquiera sabía su nombre, pero fue mi proyecto por ciento un días. Le hice llegar detalles de forma que no supiera que era yo, quise evitar interpretaciones vanas usuales en el ambiente de corrupción de la sociedad. Pasaron ciento un días para que la niña cambiara progresivamente su actitud, su entusiasmo, comenzó a ofrecer a los locales cercanos dulces; lo que le dio más ingresos. Se interesó en la lectura, le dejaba a veces revistas de diversos tipos. Se dedicó tiempo a sí misma. Cerraba un poco más tarde y abría su local ambulante más temprano. Bastaron ciento un días para que dijera luego que alguien le comprara un producto: Gracias; para que atravesara la calle hasta las puertas de la iglesia que siempre estuvo allí, se hincara ante la estatua de la cruz y sus ojos pudieran llorar de nuevo, entregar todas sus resistencias y me gusta pensar, que ahora empezó a descubrir su fuerza interna.

Ese día llegué a mi casa miré a mi familia, abracé con amor a mi esposa y mis cuatro hijos. Llegué hasta el espejo embargado de la emoción y le agradecí  a la vida, nunca he sido muy devoto a venerar un Dios, pero ese día me sentí bendecido porque entendí el poder sanador del amor. 

jueves, 14 de junio de 2012

La República del Inconsciente (N° 4)


Te vi

7:30 pm, un Martini. 7:30 pm, el sabor del agua clorada mientras un brazo va tras otro. Me relajo. 7:30 pm, el silencio sonoro de la marea de la respiración. 9:00 pm te veo. Ojos oscuros, piel canela, cabello negro que se deja llevar por el viento. 9:05, sales del yoga, no te puedo seguir con la mirada, un grito. Voces de violencia, todos acudimos a mirar. Dos jóvenes uno de tez oscura, otro más claro te acorralan, apuntando tu hermoso rostro con un el frío cilindro del arma. 9:07 corro hacia ti, sin plan, sin agenda, ni aviso. Veo una piedra al pasar la puerta siento su áspero peso, la arrojo, cae el hombre claro más alejado de ti. El arma me señala, en el eterno segundo donde nació mi nueva vida. La explosión del disparo. El calor del pavimento, el sonido de patrullas que se aproximan, una chica gritando al teléfono, los pasos del sujeto que huye, tus lágrimas que caen sobre mí hacen tu rostro borroso. Tu aliento en mi oído pronuncia en un sollozo: Gracias. 


martes, 28 de febrero de 2012

La República del Inconsciente (N°3)

La brisa y el sueño 

Una flor cae desde el árbol de trinitarias. Antes de tocar el suelo alfombrado de sus ya caídas congéneres el viento la eleva hasta el rostro de una hermosa muchacha, quien delicadamente la toma y coloca entre algunas páginas del libro que lee, sentada en una banca de madera sobre el parque del atardecer, así lo llamaba ella, porque simplemente allí el ocaso parece una nueva pintura impresionista cada día. Un joven se sienta a su lado, de cabello negro, con profundos ojos azules:

- ¿Cómo lucirá con un poco de lluvia?

- ¿Perdón? Responde ella sin haber notado realmente la presencia de otra persona.

- Este paisaje. ¿Cómo se verá cuando llueve?

- Es hermoso. Es una vista única que no se percibe en ningún lugar de la ciudad.

- ¿Estás segura?

- Bueno, bastante, aunque no he recorrido toda la ciudad.

El sonríe, haciéndole notar a ella su presencia. Tratando de hacer que salga de su imaginación y se fije en él. Abre el morral que carga y saca una cámara, mostrándole la fotografía que tomó de ella sentada con el espectáculo de luces del sol y las nubes.

- Eres fotógrafo entonces.

- Aficionado… Me gusta este lugar. Creo que vendré algunas tardes a hacerte compañía.

Saca de su bolsillo una tarjeta de presentación.

- Toma en caso de que me extrañes así sabrás que soy yo.

Ella toma la tarjeta. Mientras la lee. El hombre se va.

Antes de oscurecer, cuando sólo se veía Venus brillando en el horizonte; la chica cierra el libro donde reposan entre la página 55 y 56 una flor fucsia de trinitaria y una tarjeta de presentación.

El sonido de una puerta que se cierra la despierta. Suena la bisagra, se vuelve abrir, mostrando a una chica delgada de cabello rojizo:

- ¿Te desperté?

La chica se acercó a él, colocando sus muslos a los lados de la cadera del hombre dando pequeños suaves besos en el cuello de su pareja.

- ¡Levántate dormilón¡

La chica se levantó, seguido salió de la habitación.

El hombre pasó la mano por su frente, despejando sus ojos, se sentó en la cama recordando a la chica bohemia con quien soñó. Un momento después mientras cepilla sus dientes, la imagen de la chica permanecía en su memoria, estimulando la sensación de deseo en lugar de la de ensueño.

Al atardecer, mientras maneja a casa, un balón de futbol golpea el parabrisas del vehículo, seguido de un niño. La chica bohemia se detiene a la derecha. Baja del vehículo. El niño estaba paralizado con la pelota entre las manos.

- Hola. ¿Estás bien?... ¿Dónde están tus padres?

El niño sólo señaló con el dedo hacia el atardecer. Ella sacó su bolso bandolero del auto y acompañó al niño colocando su mano sobre los hombros del chico.

- Allá están; señaló el pequeño y salió corriendo.

Ella siguió caminando para asegurarse que no surgiera ningún inconveniente, cuando aquel atardecer capturó su atención. Sacó su cámara profesional, se acercó a través de los árboles, retratando el atardecer que ilumina todas las acciones del parque; el niño y su juego de futbol, los abuelos conversando, la pareja comiendo sobre la grama, un trío de perros jugando y buscando comida.

Caminó tras un arreglo de jardín, viendo a un joven que leía en una banca de madera tal como un cuadro impresionista. Tomó la fotografía. Se interesó en la textura que daba la luz sobre la piel de aquel hombre contemporáneo. Se acercó a él:

- ¿Puedo tomarte de cerca una foto? Los profundos ojos azules del hombre quedaron impresionados al ver, literalmente, a la mujer de su sueño. La brisa sopló hacia ellos, desplegando un festival de trinitarias fucsias sobre aquel momento, una flor quedo entre el cabello de la chica bohemia. Él se levantó, la tomó de su cabello, la colocó en su libro entre las páginas 55 y 56, con pleno conocimiento de que pronto tendría una tarjeta que la acompañaría.

miércoles, 22 de febrero de 2012

La República del Inconsciente (N°2)

Transporte Urbano

El olor a café adornaba la mañana mientras caminaba por el boulevar hacia la parada del autobús. Disfruté mucho esa fragancia entre el bullicio de los vehículos, los rostros adormecidos de las personas y el sonido de sus pies que casi se arrastraban de tedio sobre la acera de terracota roja. Se detuvo el autobús, logré subir entre todas las personas que se quedaban en la puerta, pasé entre ellas y casi al final encontré un puesto. Me senté. Imaginando que estaba dentro de un café sorbiendo una taza caliente, admirando un hermoso jardín por donde pasaba la gente sonriente antes de cruzar la puerta. 

PUM PUM PUM, alguien golpea por encima la puerta del autobús para que le permitan bajar. Los improperios perturban el ambiente sonoro, por lo menos el mío, pueden pasar los años pero no disfruto tales agresiones. Los autobuses hasta las 9 de la nueve de la mañana son agobiantes máquinas batidoras. Un hueco en la vía, salto, la mujer que se acerca a la puerta para salir golpea con su cartera todo a su paso, incluyéndome, otro hueco, el cojín se mueve, me deslizo, otra cartera, un bebé llorando, el pasajero del lado balanceándose… de repente todo este movimiento se sometió a un solo. Ya no se balanceaban los pasajeros dormidos, sino el semáforo, los árboles, los edificios más altos. No se escuchaba el bullicio de la ciudad, sino un crujir… el crujir de la tierra. Los vehículos estaban detenidos. Cuando los pasajeros identificaron que temblaba comenzaron a gritar. El conductor se desesperó y siguió manejando a alta velocidad entre vehículos detenidos. Entonces grité, sin irme del asiento pero levantado:

- Noooo, deténgase.
 
Entre los gritos de la gente mi voz se perdía, a medida que lo repetía, en la siguiente curva, el conductor perdió el control. Volamos desde un elevado unos seis metros hacia el pavimento. Los seis metros más lentos de mi vida. El viento chocaba en mi cara. La gente gritaba pero ya no podía escucharlos. Sentí que algo goteaba de mi oreja. Estaba sangrando en el impacto contra el parapeto me había golpeado y ahora como en una obra maestra el final. Miré al hermoso cielo despejado, y recordé por última vez aquella fragancia a café. Después mi cabeza contra la butaca de adelante, sabor a sangre, comprimí los labios, pensé en mamá y las lágrimas corrían a mis ojos, si lograron salir o no, no lo sé, porque allí se quedó mi historia.

viernes, 17 de febrero de 2012

La República del Inconsciente (N°1)

María


Tan ignorado era su dolor que sólo podía mantenerse hablando de otra cosa, cualquier evento que tuviera lugar en su ciudad o en otra ciudad, tal vez ni siquiera estuviera pasando nada, sólo tenía que mantenerse hablando, mientras su corazón se congelaba, las lágrimas amargas permanecían en sus intestinos asediando un momento de silencio para saltar con toda furia.  


Ella no quería llorar, ella no sabía llorar, podía actuar como una persona normal, aunque realmente eso hubiera deseado aquel hombre postrado en la camilla ante ella. Su boca cocida con hilo regular de costura muy delicadamente hilvanado, con los labios hinchados el hombre quería gritar pero no podía. Tenía una cantidad desproporcionada de anestésico inyectado en sus extremidades. Aunque se quería mover no podía. Ella lo miraba fijamente a sus ojos asustados. Balanceando su cabeza como un cachorro tierno.  


- ¿Sabes cuántas veces me he sentido así?... No, no lo podrías saber.  


Dejó caer un hacha directamente al centro de su rostro. La dejó plantada allí entre la sangre abundante. La cabeza temblaba con frecuencia mientras el cuerpo yacía insensible y un suave gemido todavía salía de su garganta. - Shh! Cállate dolor.  Rompió el bombillo. Subió los peldaños de madera y cerró la puerta tras de sí.