Como
cualquier otro día caminaba por el boulevard hacia la parada del autobús. Cuando
por primera vez, realmente la vi.
Sí,
a esa niña que todos los días vendía dulces, cigarrillos y chucherías en la
esquina. Debajo del gran árbol de lara. Por primera vez realmente la vi; no preguntándome
dónde están sus padres, no criticando las políticas gubernamentales que
permiten que infantes vendan en la calle mientras luchan por gestionar recursos
a través de su ideología; no.
Por
primera vez, vi que sus ojos tenían más que cansancio por el sol que soportan
todo el día. Eran dos fuentes que están tan tristes que se quedaron sin
lágrimas; lágrimas que no eran de tristeza sino de dolor. Dolor que era físico
en la superficie, pero profundamente emocional. El dolor del abandono mezclado
con la tristeza del cansancio.
- - ¿Conoces
la tristeza del cansancio?
Y
en ese momento me di cuenta. No importa si conozco o no la razón de su dolor.
Lo que importa es si realmente puedo hacer algo para aliviar su carga. Comprando
una chuchería sólo alimentaría su realidad: la prisión del vender para
subsistir. ¿Cómo podría regalarle algo que nutra su corazón entristecido? Un
detalle que nutriera la semilla de la magia en su interior, la fuerza que ya se
extinguía en su piel tiznada adornada de un cabello oscuro y maltratado.
Miré
el reloj frente a mí. El reloj de arena de un local indio de la ciudad que se voltea cada hora; con arena
fucsia para publicitar el restaurant. Entonces entendí que la erosión que el
tiempo había hecho en ella, haciéndola un desierto, debía día a día regarla
para que la alegría pudiera florecer. Así comencé a cuidar de esa pequeña flor
de unas diecisiete vueltas alrededor del sol.
El
primer día le compré un chocolate y se lo obsequié. Manifestó duda, pero le
dije:
- - Hoy
le prometí a mi hija hacer algo lindo.
Lo
tomó con precaución y no lo consumió al instante. Esperó que llegara su hermano
quien vendía flores en el semáforo cercano para compartirlo. Al segundo día, le
llevé un jugo, con la excusa de que me sobraba. Al tercer día, le envié de
forma anónima una grulla de origami.
Ni
siquiera sabía su nombre, pero fue mi proyecto por ciento un días. Le hice
llegar detalles de forma que no supiera que era yo, quise evitar
interpretaciones vanas usuales en el ambiente de corrupción de la sociedad.
Pasaron ciento un días para que la niña cambiara progresivamente su actitud, su
entusiasmo, comenzó a ofrecer a los locales cercanos dulces; lo que le dio más
ingresos. Se interesó en la lectura, le dejaba a veces revistas de diversos
tipos. Se dedicó tiempo a sí misma. Cerraba un poco más tarde y abría su local
ambulante más temprano. Bastaron ciento un días para que dijera luego que
alguien le comprara un producto: Gracias; para que atravesara la calle hasta
las puertas de la iglesia que siempre estuvo allí, se hincara ante la estatua
de la cruz y sus ojos pudieran llorar de nuevo, entregar todas sus resistencias
y me gusta pensar, que ahora empezó a descubrir su fuerza interna.
Ese
día llegué a mi casa miré a mi familia, abracé con amor a mi esposa y mis
cuatro hijos. Llegué hasta el espejo embargado de la emoción y le agradecí a la vida, nunca he sido muy devoto a venerar
un Dios, pero ese día me sentí bendecido porque entendí el poder sanador del
amor.
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