Esperaba con mi pequeña que llegara su
transporte. Yo sostenía su lonchera con dos rebanadas de pan sándwich relleno
con jamón y queso, un cuarto de litro de jugo de naranja y un par de galletas
hechas en casa. Nunca pensé que ese recuerdo estaría en mi mente este día, cuando las gotas de un suero sincronizan perfectamente como un segundero la
llegada de mi muerte.
¡Cuánto la cuidé!
Pero es tonto pretender que
porque cuidemos algo durará para siempre o por lo menos, el tiempo suficiente
para que, eventualmente, nos adaptemos a la idea de que no estará más.
Nunca
pensé que me iría tan pronto.
Aunque mi vida ya estaba hecha, mi hija crecida y
casada. Mi hijo casado y con hijos… Sí, mis nietos. Nunca quise irme sin verlos
crecer.
Sí. Si tan sólo me hubiera dado cuenta que mi
vida cambiaba. Si no me hubiera aferrado al dolor, tal vez…
Si hubiera pensado en que llegaría este
momento, en que realmente no pueden ayudarme. Hubiera buscado ayudarme a mí
misma.
En este miserable momento que tengo tantas
lecciones que aprender y enseñar. Esta infortunada hora que los veo desde el
silencio del inconsciente manejar como pueden mi partida.
¿Por qué fui tan arrogante de asumir, que era
una excepción del destino y que mi hora sería pospuesta? ¡Oh hija mía! ¡Oh hijo mío! Cuánta tristeza
siento de no poderles decir: Te amo.
Tres segundos más y ya no siento el pulso.
Ya
no estoy en mi cuerpo.
Quiero vencer la oscuridad y poderles explicar que no se
aferren al dolor...
Que el ego es un estorbo en el camino y que la prosperidad no
es tener el poder de comprar lo que uno desea, sino la capacidad de aceptar que
tenemos limitaciones...
Que nos equivocamos y que podemos elegir seguir creciendo
sin torturarnos, trabajando para disfrutar lo que tenemos; en lugar de
trabajar, para sufrir lo que no tenemos.
Decirles; que vivimos en prisiones si obedecemos a otros y que el único guardián de su libertad es el amor; ese que no daña, ese que no hiere, ese que está, ese que fluye, ese que crece y nos une sin fronteras de espacio o tiempo. Ese que trasciende y se vuelve carne, sangre y hueso en cada bebé que nace. Y se vuelve infinito con cada madre que muere.
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